Sobres de azúcar

Julián está sentado en una mesa del bar El Andén. Algo impaciente, mira por la ventana, como si buscase a alguien entre la gente que pasa por la vereda. Espera a Cecilia, su novia; en realidad, algo parecido a eso. Si bien se puede decir que tienen una relación amorosa, y es evidente que ambos se quieren, corrección: se quieren muchísimo, nadie puede dudar tampoco que son una pareja extraña. Bastante extraña, de hecho; algunos dirían que hasta enfermiza. Fríos, casi platónicos, nadie jamás ha visto que hubiese el más leve contacto entre ellos, siquiera el cásico beso de saludo. Incluso, para enrarecer un poco más el asunto, así como nadie los vio nunca realizar gesto de cariño alguno en público, muchas personas los han visto, y más de una vez, “entenderse bien” con otras personas, si entienden a lo que me refiero. Quizá es por esta razón que no fue para nada extraño que, la noche anterior, unos amigos de ella lo hayan sorprendido en la plaza con Melina. Y si en ese momento las personas en cuestión se hubiesen acercado a él y le hubieran preguntado por qué estaba haciendo eso a espaldas de su novia, él no hubiera sabido qué responder; ella, en la misma situación, tampoco lo hubiera sabido. No lo ha hecho para molestarla, eso está claro, o al menos él lo tiene claro; ni siquiera por que ansía la compañía de otra mujer. Lo cierto es que no sabe por qué lo ha hecho. Últimamente, las cosas están fuera de lo normal en su relación; siente como si le faltara algo, como si, de una vez y para siempre, algo se hubiera roto.
Esa misma noche, la del encuentro en la plaza, cinco mensajes de su novia lo estaban esperando en el contestador. Su voz no era la de siempre: algo gélida, tranquila, pausada. Julián notó la cadencia extraña, el tono afinado, casi como un silbido, y el timbre alto y exasperante, signos de que algo había cambiado. Si bien las palabras brotaban tranquilas del aparato, él pudo notar que había algo más, aunque no sabía bien qué era eso que permanecía oculto. En el último de los mensajes, Cecilia lo había citado allí, en aquel bar, con palabras escuetas y más frías que lo habitual: “Mañana, en el Andén, a las cuatro”.
Julián observa con atención a la gente que espera algún colectivo, piensa. No es la primera vez que esto mismo sucede, que alguno de los dos estuviera con alguien más (como ya hemos dicho, son una pareja extraña). Y aunque no está seguro de que ella sepa lo que sucedió la noche anterior, algo le dice que sí lo sabe y que por esa razón lo citó allí. Eso lo hace pensar, por primera vez desde que sale con ella, en la idea de cortar la relación; rápidamente quita esa idea de su cabeza: le parece absurda. La quiere, ésa es la verdad, la quiere muchísimo, sin importar todas las cosas que haga o que hagan. Que hagan… Si Cecilia lo sabe, y ahora cree estar más que seguro, ése puede ser el motivo por el cual la voz de ella le ha sonado tan extraña. Y aunque Julián no puede saber si es cierto o no, piensa en las consecuencias. Medita durante algún tiempo y concluye que el asunto no es para tanto: ellos son así, siempre lo fueron, y nunca antes han puesto peros en cuanto a que su relación fuera así. Además, dejando de lado todas sus particularidades fraternales, Julián piensa también que hasta para una pareja “normal” el asunto no sería, realmente, de mucha importancia: ha sido tan sólo un beso, casi no ha habido contacto. Supone que, a lo mejor, debido a este “cambio” en Cecilia, discutirán un rato, quizá hasta estén un par de días sin hablarse, pero tarde o temprano todo volverá a la normalidad.
Desvía la mirada de la interminable fila y posa su atención en los múltiples personajes que lo rodean (las paredes de El Anden, por alguna razón, están forradas de carteles de películas); mientras tanto, sigue pensando. Melina es su mejor amiga, a ella también la quiere bastante, pero es eso nada más: una amiga; no la quiere “muchísimo”. Nunca ha pensado en ella de otra forma, y Cecilia jamás le ha mostrado ni el más mínimo asomo de celos en cuanto a ella. Haciendo una pausa en la narración, y para serles franco, en otro contexto los celos serían de lo más justificados: ellos pasan juntos demasiado tiempo. Melina fue su compañera durante la escuela primaria, la escuela secundaria, y ahora asisten a la misma facultad, donde tienen muchas clases en común a pesar de cursar diferentes carreras. Esto hace que estudien juntos y que pasen gran parte del día en compañía del otro. Con Cecilia, en cambio, tiene todos los horarios al revés. Casi nunca se ven de día, apenas un par de minutos a la mañana, antes de que ella entre a trabajar. Y pese a todo esto, Cecilia es su novia, Melina no.
Pensar en estas cosas hace que Julián recuerde algo: alguna vez, él y Melina habían intentado ser pareja. Es más, estuvieron saliendo durante un par de semanas antes de descubrir la incompatibilidad y frenar a la situación, para preservar el vínculo que los unía y que todavía hoy los une; así de extraña es, también, su amistad con Melina. Sin embargo, pese a que ambos decidieron ponerle fin a su relación, Julián recuerda que, durante algún tiempo, Melina lo miró con otros ojos, quizá algo anhelantes, quizá algo compungidos, como si aquel mutuo acuerdo no hubiera sido tan mutuo después de todo. Este recuerdo hace que se pregunte si Cecilia sabe algo de todo esto. De ser así, ésa puede ser la razón del “cambio”. No recuerda habérselo comentado, pero a lo mejor sí lo ha hecho.
Julián escucha una voz y sale de sus pensamientos. Es curioso cómo, cuando esto ocurre, generalmente deviene un estado de confusión, como al despertar de un sueño demasiado real. La voz… ¿es Cecilia? No, no es ella. El mozo le pregunta qué quiere tomar, y él ordena un café. Luego revisa la hora y descubre que son las cuatro y media. Cecilia lleva media hora de retraso, algo raro, por decirlo de alguna forma, dada toda la rareza de la situación, ya que ella es la persona más puntual que conoce.
El mozo regresa con el café y lo deja sobre la mesa; Julián está hundido nuevamente en sus pensamientos. Que él recuerde, jamás vio a Cecilia enojada; ella no es una mujer que exprese sus sentimientos, ni siquiera cuando hacen el amor. Y sin embargo, si sabe lo que ha pasado la noche anterior, y ahora le parece obvio que lo sabe, sumado a todo lo que acaba de recordar y pensar, cree que podría haber una gran pelea. Dos veces anteriormente se ha encontrado en esa misma situación (no comentaremos aquí las veces que ella estuvo en la situación inversa, ya que no vienen al caso de la narración). Las dos veces le ha pedido perdón, y ella lo ha perdonado. Pero, “claro”, se dice, “antes fue diferente”, o al menos eso es lo que cree: piensa que, si hay un problema, el asunto no viene por el lado de haber estado con otra; seguramente (siguiendo con la lógica de su anormal relación), ella sabe cuánto la quiere. No, el problema no es ése. El problema es haber besado a Melina; eso, piensa, es lo que la ha puesto así.
Julián sale otra vez de sus pensamientos y observa sorprendido la taza que tiene enfrente; no ha notado al mozo en ningún momento. Toma dos sobres de azúcar e introduce el contenido en el café; no es un gran bebedor de café, pero le gusta tomarlo dulce. Mientras lo toma lenta, pausadamente, piensa que se alegra de que Cecilia tarde. Todo ese tiempo que ha tenido, le ha dado la oportunidad de pensar bien el asunto y, quizá, estar preparado para lo que pudiera pasar.
Mira los sobres vacíos sobre la mesa. Sin saber por qué, los toma con ambas manos y los observa detenidamente. Hay algo allí que le llama la atención: será la forma que tienen, el estado en que se encuentran una vez vacíos, la tranquilidad con que descansan una vez de agotar su contenido... Los acerca y los huele, los abre y mira por dentro. Son pequeños, sedosos al tacto, casi podríamos decir que son frágiles. Es entonces que, con los sobres aún en la mano, Julián tiene una suerte de revelación, una epifanía: eso es lo que son ellas, Cecilia y Melina: sobres de azúcar. Recipientes vivos, frágiles, pequeños, con dulces secretos que dispersan su contenido en diversas tazas de negra amargura; momentos en los cuales el contenido, el de la taza, se torna dulce también por breves instantes. Ya no está seguro de querer a Cecilia, que alguna vez la haya querido; tampoco está seguro del amor de ella. Nunca antes lo ha dudado, pero ya no tiene la convicción de antes. Esta nueva idea, esta figura abstracta que lo arrasa cual vendaval, hace que piense en la extraña y enferma relación que mantiene con su novia, clasificación que tampoco está seguro de que todavía posea. Después de todo, ¿por qué no son una pareja normal? ¿Qué es eso de ni siquiera tocarse en público? ¿Cuál es la razón por la que ambos se ven impulsados a correr a los brazos de otros para sentir, aunque sea mínimamente, un poco de cariño ajeno? No, no hay dudas, no hay más vueltas, eso es lo que sucede, ella no es más que un sobre de azúcar: una vez derramado su dulce contenido, es tan sólo un objeto inerte, inservible, efímero. Y Melina... ¿Qué pasa con Melina? ¿Por qué lo sigue buscando, para qué lo quiere cerca? ¿Por su amistad, por el pasado, porque lo quiere? “Sí”, se dice, “seguramente que sí”, está seguro de que lo quiere, ¿pero sólo como amigo? De eso no está tan seguro; si eso fuera cierto, esas miradas vacías, esos ojitos del pasado, ojitos que ahora empieza a ver y recordar también en el presente, no tendrían razón de existir. Piensa que ella también es un sobre de azúcar; quizá, para darle un poco más de crédito que a Cecilia, se dice que hasta todavía intacto. Y ese pensamiento hace que se dé cuenta de que, las dos mujeres más importantes de su vida, poco se diferencian entre sí. Las dos saben ser dulces, diluirse en la situación y hacer que la amargura se vaya por un tiempo.
También piensa, algo fastidiado, que en todas esas conjeturas él se lleva la peor parte (ése es su pensamiento y nada más que de él). Se dice que, entonces, él es sólo un líquido, el premio de todo sobre de azúcar, la razón de su existir, y concluye, en fin, que ambas mujeres (su enfermiza novia y su enamoradiza compañera), nunca descansarán hasta quedar vacías, libres de contenido, y descansar después, tranquilas, sobre la mesa.
Julián cae en cuenta de todo lo que acaba de ocurrir y luego ríe como nunca.
Sobres de azúcar… No puede alejar la imagen de su mente.

Poco tiempo después, llega Cecilia. Para el observador común, cabe decir, no parece molesta; ya hemos dicho que es una mujer que esconde muy bien sus emociones. Ni siquiera Julián puede saber con certeza qué es lo que le pasa por la cabeza en este momento. Se observan un segundo, casi con desprecio; ninguno de los dos dice una sola palabra. Luego, Cecilia se sienta frente a él sin saludarlo y llama al mozo; ordena una taza de café y mira por la ventana a la gente que pasa por la vereda. Julián la observa detenidamente, tratando de descubrir lo que aquellos ojos esconden. Decide no decir ni una sola palabra hasta que ella lo haga. Ahora está seguro de que sabe lo que ocurrió la noche anterior y también sospecha lo que siente su novia. Lo que no sabe es lo que va a pasar.
El mozo vuelve con el café, los dos se quedan en la misma posición: Cecilia todavía mira por la ventana, Julián no sabe exactamente qué hacer. Hasta aquí, casi podríamos decir que es tan sólo un encuentro más, parecido a sus habituales y matutinos encuentros; creo que no hace falta agregar más nada sobre la relación que tienen. Incluso, cuando Cecilia rompe el silencio y comienza a hablar, para sorpresa de Julián, no habla de Melina ni de nada por el estilo. Ella enumera todo lo que hizo desde la mañana anterior, última vez que se han visto y hablado. Esto le hace pensar a él, por un momento, en lo estúpido que está siendo con ella, y se ríe para sus adentros por su “teoría de los sobres de azúcar”. Allí está Cecilia, es un día ordinario, común, son novios, y se da cuenta y sabe que lo quiere; el también la quiere, la quiere muchísimo. También se da cuenta, como parte de las múltiples revelaciones que se le presentan hoy, que ella es capaz de hacer cualquier cosa para no perderlo (y tiene razón al pensar en eso, al menos en parte). Julián se alegra de que así sea, y también se alegra de que no vayan a pelear. Ha sido un día por demás raro y no tiene ganas de enfrentarse a ella.
Cecilia sigue con su monólogo, aún no llega a relatar lo ocurrido durante la noche; Julián la deja estar, apenas si la escucha. Mas cuando, en medio de todo aquel palabrerío, aparece el nombre de Melina, comienza finalmente una pequeña discusión; los primeros atisbos de emoción pública que ambos jamás hayan demostraron. Él sabía que eso iba a pasar, era inevitable. Ella lo acusaría por alguna extraña razón que todavía no ha dicho, y él, tratando de no empeorar más las cosas, se defendería de alguna manera. Así pensó que pasaría y así está pasando.
La discusión va tomando fuerza, de un momento a otro se convierte en aquello que trató de evitar: una pelea. Cecilia, siempre tranquila, siempre serena, siempre gélida, ahora está acalorada, fuera de sus casillas, furiosa. Grita con aquella misma cadencia, aquel mismo tono y aquel mismo timbre, y Julián no puede creer lo que sucede; nunca antes la ha visto de esta forma (quizá nadie la haya visto así). Intenta calmarla, frenarla, detenerla antes de que sea tarde. Le dice que está siendo injusta con él, que las cosas siempre fueron así, que nunca antes ha puesto reparos en que fueran así, y ella sigue con lo suyo, como si no escuchara nada. Le dice que Melina no significa nada para él, que tan sólo ha sido un beso, y ella meta a gritar, a gimotear. No le cree y le dice que no confía en él. Y Julián, en medio de todo aquel desastre, recuerda fugazmente que aquel dichoso beso no había significado nada, y siente bronca y deseos de terminar de una vez y para siempre con todo ese asunto. Fue un beso amistoso, nada más que eso. Él lo sabe, para él lo fue, y Cecilia no puede verlo así, no puede entenderlo. Ésa no es su verdad.
De repente, Cecilia se pone de pie; Julián también se para, más por reflejo que por verdaderas ganas de querer hacerlo. Está enojado con ella, siente que lo está traicionando, que le oculta algo. Piensa y le dice, entonces, aunque Cecilia no entiende ni una palabra, que ella es un sobre de azúcar en realidad. Y luego le grita que el problema no es la traición, sino los celos que siente por Melina. Ella lo niega y hace un amago de salir corriendo; Julián se apura, la toma del brazo y la obliga a darse vuelta. Cecilia le da un sonoro cachetazo, y ambos se quedan sorprendidos y en silencio, como si aquella reacción demostrara, de una vez por todas, a la verdadera Cecilia, a la mujer que se esconde debajo de esa piel y que, por alguna razón, ella lucha tanto por esconder. Julián se toma el rostro, allí, donde están marcados los dedos de ella, y la mira algo incrédulo. Ahí descubre las lágrimas de Cecilia, sus sentimientos, el amor y todo el odio. Se acerca a ella, forcejean unos segundos, la abraza. Ese abrazo hace que ambos se tranquilicen lentamente, hace que todo vuelva a su lugar, que se esconda nuevamente esa Cecilia sentimental, y que todo el mundo en El Andén los mire con cara de “mirá el show que armaron para que todo termine así”. El mismo mozo que antes los ha atendido les pregunta si está todo bien. Él le dice que sí, el mozo se retira. El resto de las personas los observan durante algunos segundos más y luego vuelven a sus charlas, sus cafés, sus diarios.
Cuando se desenvuelven del abrazo, Cecilia parece estar calmada; esto es lo que me desorienta un poco. Toda su expresión corporal ha cambiado, como si aquel abrazo la hubiese bañado de pies a cabeza. Parece la misma de siempre, tranquila, serena, gélida. Julián la observa, todavía con algunas dudas, y piensa que lo peor ha pasado; yo también lo hubiera pensado, dadas las circunstancias. Se equivocaba, nos equivocamos.
Cecilia lo mira, atenta, casi curiosa, y entonces le dice:
–Por favor, Fede, por el bien de los dos, no la veas más.
–¿Cómo…?
–No la veas más, por favor.
¿Cómo puede pedirle eso?, se pregunta Julián. ¿Cómo, después de tanto tiempo, de toda su relación, de todos los engaños, de la falta de emoción, aquella Cecilia tranquila, serena y gélida le puede pedir una cosa así? ¿Cómo puede ser que sea lo primero que le pase por la cabeza? La mira por un momento, todavía sin decidir qué responder. La quiere, la quiere muchísimo, lo sabe y lo acepta, y sin embargo, todo ese amor que siente ya no es suficiente. Por primera vez en mucho tiempo, cae en cuenta de la verdad: está vacío, algo falta. Se da cuenta de que él también es un sobre de azúcar, uno ya consumido, inútil, efímero.
Julián, algo resignado, sabiendo que su relación con Cecilia termina en ese preciso instante, le responde:
–No puedo dejar de verla. Es mi amiga y la quiero mucho. A vos también te quiero, Cecilia, no me malentiendas. Pero creo que… ya tuve suficiente.
–¿Cómo “suficiente”?
–Creo que lo sabés bien. No sos tonta.
Y Cecilia asiente porque lo sabe, porque no es ninguna tonta. Entiende, al igual que Julián, que todo ha terminado, que las cosas no dan para más. Se queda un momento mirándolo, casi como tratando de atesorar para siempre ese momento, y luego da dos pasos hacia atrás, para tomar cierta distancia. Busca algo con su mano en uno de sus bolsillos, saca un revolver. Rápidamente, lo lleva hasta el pecho de Julián y lo aprieta contra su camisa; una reacción por demás poco esperable. Él la observa extrañado, en su mirada se mezclan el asombro, el horror y la comprensión. ¿Qué hace? ¿Va en serio o es una broma? No tiene tiempo de pensarlo dos veces; nadie en El Anden tiene tiempo de asimilar la situación, ni siquiera tienen tiempo para respirar. Las palabras de Cecilia, su ex novia, las últimas palabras que escuchará, son simples y precisas:
–Entonces, de ninguna… No serás de nadie.
Cecilia aprieta el gatillo seis veces, las que el cargador le permite hacerlo; todavía sigue apretándolo cuando en vez de los dispararos se escuchan unos apagados “clic”. Observa a Julián: tendido en el piso, sigue mirándola con aquellos ojos inyectados de sorpresa. Cecilia piensa, entonces, que nadie jamás hubiera esperado algo así de ella (me incluyo dentro de su pensamiento), no de la tranquila, serena y gélida Cecilia. Lo mira sólo un momento más, luego desvía la mirada y un atisbo de tristeza asoma por su rostro.
Cecilia tira el arma sobre la mesa, a escasos centímetros de la taza de café que todavía no ha tocado; por el hoyo del arma y por el ojo de la taza, hilos de humo se elevan. El pánico se disipa rápido en el bar. El primero que se acerca es el mozo, luego un señor pelado que estaba sentado en la otra punta. Lentamente, todos los presentes se amontonan y forman un círculo alrededor del cuerpo sin vida de Julián, como si trataran de comprender aquel desenlace y aprender algo. Ella pasa desapercibida, como siempre.
Mira el círculo silencioso y murmura para todos y para nadie (esta frase final, quizá, es lo más perplejo me deja):
–Era el único, saben... El único por quien valía la pena hacer esto.
Cecilia se sienta a la mesa, agotada, y lanza un largo suspiro, como si ya estuviese hastiada de esa situación. Luego, mira la taza repleta de aquel líquido oscuro y humeante. La policía llegará de un momento a otro.
Toma dos sobres de azúcar e introduce su contenido en el café.


© ALEJANDRO ANDRADE
Buenos Aires, junio del 2000
Versión final, febrero de 2010

La vida con el primo

Una semana atrás, andaba buscando 2 carpetas donde guardaba viejos recortes de diarios. Sabía que las había traído conmigo en la mudanza, pero no tenía la menor idea de dónde las había puesto. Busqué por un tiempo sin encontrarlas hasta que tuve la idea de revisar la cajonera. Tenía 3 cajones: el primero estaba atiborrado de lapiceras, cajas vacías de cd, resaltadores gastados y demás artículos de librería, ahora inservibles, que vaya a saber por qué había guardado; el segundo contenía 3 resmas oficio sin abrir que no recordaba haber comprado y 2 anotadores que nunca había visto en mi vida; en el tercer cajón, entre cuentas pagas, diversas facturas y 2 cepillos de dientes viejos, encontré 3 pequeños recipientes de plástico transparente repletos de encendedores. Esto me llamó poderosamente la atención: calculé que había 23 encendedores y me parecía imposible que todos me pertenecieran.
Resignado y sorprendido por mi hallazgo, abandoné la búsqueda (debo decir en este punto que soy una persona que se frustra fácilmente, ya que mi departamento tiene tan sólo 2 ambientes y no había muchos más lugares donde continuar buscando). De todos modos, en ese momento creí que jamás encontraría las carpetas en cuestión; y además, me sentí fascinado por el contenido de aquellos recipientes circulares. Así que los saqué de la seguridad del tercer cajón y los llevé a la mesa, a fin de poder analizarlos minuciosamente.
Lejos de guardar la compostura, los di vuelta con cierta brusquedad e impaciencia y desparramé los encendedores sobre la mesa. Los fui juntando lentamente y los conté: en total, eran 29. Luego los revisé uno por uno: aunque parecía cromáticamente imposible, sólo había 5 colores repetidos, los demás encendedores creaban una gama casi completa desde el violeta al rojo. Algunos eran viejos y estaban prácticamente consumidos, otros, estaban casi nuevos y se notaba que apenas habían sido usados. A un pequeño grupo le faltaba la infaltable etiqueta de seguridad que indica que “el gas es inflamable”, pero tenían el distinguible holograma de IRAM; a otro grupo le faltaba el distinguible holograma, pero tenían la infaltable etiqueta; muy pocos tenían ambos; la mayoría estaban completamente desnudos
Desarmé los grupos y armé 2 nuevos, de acuerdo a si recordaba o no el encendedor en cuestión: después de un breve momento mental recordatorio, reconocí al menos la mitad, aunque acepto que la mayoría era de dudosa procedencia; el resto tenían que ser encendedores secuestrados, producto del olvido ajeno o de la avivada propia.
A fin de poder recordar la abundante cantidad de datos que me eran proveídos por mi incesante análisis, fui anotando mis conclusiones en uno de los 2 anotadores que había encontrado en el segundo cajón. Decidí organizarlos en 3 subconjuntos: en uno coloqué los encendedores por su color; en otro, por su procedencia; en el último, según tuviesen o no la etiqueta y el holograma. Los 3 subconjuntos desprendidos del conjunto inicial arrojaron, entonces, los siguientes datos:
· 29 encendedores según color: 5 repetidos, 11 claros, 13 oscuros.
· 29 encendedores según procedencia: 5 robados descadaramente u olvidados, 7 no reconocidos, 17 reconocidos dudosamente.
· 29 encendedores según etiquetas y hologramas: 3 con ambos; 5 sin etiqueta infaltable, pero con distinguible holograma; 7 sin distinguible holograma, pero con etiqueta infaltable; 17 completamente desnudos.
Contento y orgulloso de mis subconjuntos, analicé los datos anotados. Aunque no había conseguido descubrir nada nuevo, había algo ahí, en esas anotaciones, que me llamaba mucho la atención, pero no sabía exactamente qué era. Lejos de ser dotado, matemáticamente hablando, decidí olvidarme de encendedores, colores, procedencias y etiquetas y anoté sólo las 3 series de números: 29, 5, 11, 13; 29, 5, 7, 17; 29, 3, 5, 7, 17. Seguí sin encontrar nada, y comencé a recordar los dichos de la Profa. López de tercer y quinto año, únicas oportunidades en que no había aplazado matemáticas. Atrapado por la curiosidad, decidí quitar los números repetidos; el resultado dio lo siguiente: 3, 5, 7, 11, 13, 17, 29. Nada, absolutamente nada. Faltaba algo, algo que se escapaba de mis conocimientos y de mis recuerdos.
Para terminar de una vez con el asunto, decidí realizar un pequeño experimento: con la ayuda de un té de hiervas neozelandés y un edulcorante vencido hacía 3 meses atrás, intenté entrar en trance y así recordar las olvidadas clases de matemática de tercer y quinto año; lo logré a los 5 minutos. De repente, me invadió el fantasma pasado de la Profa. López, y con voz de ultratumba, ciertamente afeminada, e incapaz de controlar mis cuerdas vocales, me escuché a mí mismo diciendo lo siguiente:
“Un número primo, chicos, es un número natural que tiene únicamente dos divisores naturales distintos: el 1 y él mismo. Su estudio es una parte importante de la Teoría de los Números, la rama de las matemáticas que comprende el estudio de los números naturales, pero también, como toda abstracción matemática, puede aplicarse a la vida cotidiana. Anoten lo siguiente: los números primos menores a 100 son: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29…”.
Y entonces salí del trance. Busqué rápidamente un Uvasal y me lo bajé de un trago; tenía el estómago un poco revuelto. Luego volví a la mesa y revisé una vez más mis anotaciones. Allí estaban, aquello era lo que me llamaba la atención (la profesora tenía razón después de todo): mis datos arrojaban números primos. Pero eso no era todo: a los 29 encendedores que había encontrado, con sus consiguientes 3 subconjuntos llenos de números primos, se le sumaban los 3 recipientes plásticos circulares que los contenían, las 2 carpetas que andaba buscando en los 2 ambientes de mi departamento, los 3 cajones de la cajonera, las 3 resmas compradas sin saber por qué, los 2 anotadores irreconocibles, los 2 cepillos de dientes viejos, mis 5 años de secundaria estudiando matemática, 2 de ellos sin aplazarla (el 3 y el 5), mis 2 hermanos, mis 29 años, los 11 veranos pasados en la costa atlántica, las 13 veces que vi Seven, los 23 pares de medias que había en el placard, las 17 cuadras que me separaban del trabajo, la inmensa cantidad de 7up que había tomado en mi vida… Y sí, claro que sí, allí estaban todos esos números primos que me rodeaban y que, por primera vez en la vida, veía como propios y cotidianos. Volví a rememorar a mi profesora y sonreí con cierta picardía: recordé todas las veces que me había preguntado para qué estudiábamos matemática si luego nunca íbamos a aplicar los conocimientos en ningún lado. Como respuesta, el estómago gruñó, y todo aquél que haya tomado un Uvasal sabe qué pasó después: en medio del brutal e incontenible eructo, me pareció escuchar la voz de la Profa. López por última vez: “La matemática, chicos, se aplica a la vida”. No pude más que concordar con ella. Era cierto, allí estaban todos esos números primos, en mi vida cotidiana, y me pregunté qué otros números me encontraría si revisaba, para dar un ejemplo, las lapiceras abandonadas en el primer cajón.
Develado el misterio, y saciada mi curiosidad, guardé los encendedores en los recipientes y metí todo dentro del tercer cajón; eso sí, me quedé con 2 para tenerlos a mano. Luego fui a la cocina y miré la fecha en el calendario: 17/11/2009. No pude más que volver a sonreír; “fecha prima”, pensé y la profesora estuvo a punto de volver a interrumpirme. Apurado, saqué el paquete de arroz de la alacena y me preparé un caldo: dentro la hoya, arrojé, exactamente, 1229 granos.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
noviembre de 2009

Tatuajes del alma

En octubre de 2009 se publicó Tatuajes del alma, una antología de autores contemporáneos argentinos. Participé de la misma con el relato "Descubriendo a Pär Lagerkvist". Abajo, la tapa del libro: